Los datos personales estaban hoy al alcance de todos los sistemas del Estado.
Chile, un país que había apostado por la modernización en todo su esplendor, lo había hecho con una mirada puesta no solo en la eficiencia y la agilidad, sino también en robustecer los servicios de cara a los ciudadanos.
Una decisión ampliamente aplaudida, pero que era inherente a un llamado de atención constante: era necesario construir una infraestructura de ciberseguridad más sólida e inquebrantable.
La digitalización de la cédula de identidad, pasaporte y licencia de conducir marcaba un hito en la innovación del país.
Un avance que contemplaba la réplica digital de estos documentos y su verificación a través de aplicaciones móviles.
Aunque esto representaba una mejora significativa y en concordancia con la tendencia global en términos de accesibilidad, seguridad y eficiencia, también incrementaba los riesgos al centralizar datos personales y biométricos en plataformas digitales, cuya protección debía ser rigurosa.
Chile contaba con la vigencia legal de la Ley Marco Ciberseguridad y la Ley de Protección de Datos Personales, que comenzaría a regir en diciembre de 2026.
Estas establecían directrices claras sobre cómo actuar ante incidentes y cómo manejar los datos en procesos de digitalización.
No obstante, estos marcos normativos debían contemplarse con regulaciones específicas para los documentos biométricos digitales, debido al alto nivel de sensibilidad y permanencia que representaban.
¿Por qué insistir tanto en estas leyes?
La razón era simple: mientras mayor fuera la penetración de tecnologías y sistemas digitales que almacenaban datos personales, mayor sería también el riesgo de vulneraciones.
Gobiernos entre los más atacados en Latinoamérica
Estábamos en medio de una amenaza cibernética significativa.
Unos más que otros, todos los sectores podían ser vulnerables, y los gobiernos no eran la excepción.
De hecho, expertos de ESET habían alertado que los Estados, junto al sector salud, eran los más afectados por ciberataques en lo que iba de 2025.
Los criminales de esta nueva era tenían sus objetivos muy bien definidos: extraer información privada recolectada por los organismos públicos para diversos fines, y ninguno con intención positiva.
De ahí la urgencia de fortalecer la infraestructura cibernética nacional.
Hoy, los ciudadanos estaban más expuestos al robo de identidad; las instituciones se convertían en blancos más atractivos; y crecían las posibilidades de falsificaciones, suplantación y, en el peor de los casos, exclusión de personas de los sistemas gubernamentales ante posibles fallas.
Reconocimiento facial como medio de pago
El país no solo había incursionado en la digitalización de documentos, sino que había dado un paso más.
Actualmente, existía un plan piloto de reconocimiento facial para el pago en los buses RED, cuyo objetivo era frenar el mal uso de beneficios como el pasaje de adulto mayor y estudiantil, y disminuir la evasión en el sistema de transporte.
Sin embargo, junto a la innovación debían surgir respuestas claras en materia de ciberseguridad, ya que los desafíos en privacidad, protección de datos y derechos digitales se intensificaban.
El uso de datos biométricos debía entenderse como una forma extremadamente sensible de autenticación.
A diferencia de una contraseña o tarjeta que podían ser reemplazadas, el rostro era único, permanente e irremplazable.
Si esta información era comprometida, el daño podía ser irreversible.
La modernización debía avanzar, pero siempre de la mano de la ética, la protección legal y la educación digital, ya que la brecha en cultura cibernética seguía siendo una fuente de vulnerabilidad que debilitaba y ponía en riesgo los prometedores avances tecnológicos.
Los organismos responsables tenían el deber de garantizar que cada paso hacia la transformación digital se diera con transparencia, resguardo normativo y seguridad.
Porque el rostro, la cédula, la licencia de conducir y el pasaporte ya no solo nos identificaban: hoy eran la puerta de entrada a nuestra vida cibernética.