Llega septiembre y estamos a un poco más de dos meses de las elecciones presidenciales en Chile, al menos en su primera vuelta.
Independiente del color político que nos representara, podíamos distinguir claramente un Chile diferente representado en cada postulante: uno invadido por la delincuencia, otro que había ido avanzando a un Chile más justo y otro que aseguraba que el establishment y los apitutados de siempre eran el enemigo a vencer.
Cada uno contaba con un relato propio, que buscaba representar un sentir popular.
Si asumíamos por un segundo que el país era un constructo colectivo que tenía un poquito de todo y que dependía del observador de turno lo que podía o quería distinguir, podíamos ver cómo cada uno de esos futuros nos generaba un estado de ánimo particular: gratitud por lo logrado hasta ahora; indignación por la falta de consecuencia de algunos; angustia frente a la inseguridad creciente, entre otros.
Lo interesante era que los estados de ánimo no eran un elemento inocuo que matizara aspectos más objetivos o estadísticos.
Las posibilidades que se abrían o cerraban para un país y el tipo de conversaciones o acciones posibles se veían directamente afectadas por este prisma que eran los estados de ánimo.
A pesar de esto, hoy las empresas no los estaban visualizando como la ventaja competitiva que representaban.
¿Qué es un estado de ánimo?
Antes de cualquier análisis racional, los seres humanos sentíamos. Es más: nuestro cerebro estaba diseñado así.
Las emociones surgían en estructuras más antiguas, como la amígdala, encargada de detectar amenazas y regular respuestas básicas de supervivencia.
Solo después entraba en juego la corteza prefrontal —donde habitaban el lenguaje y el pensamiento racional—, una de las áreas más desarrolladas en los humanos y que nos diferenciaba del resto de los mamíferos.
Es decir: antes de pensar, sentíamos. Y esa emoción marcaba la forma en que razonábamos, decidíamos y actuábamos.
Los estados de ánimo, por su parte, eran una combinación entre esa emoción básica que habitábamos como mamíferos y un relato sobre lo que era posible en el futuro.
Por ejemplo, si Chile quedaba último en las eliminatorias, eso podía generarnos pena o rabia.
Pero si a eso le sumábamos una narrativa del tipo “para qué nos entusiasmamos, si a la larga somos chilenos no más”, nos inundaba la resignación o el resentimiento, un estado de ánimo que se instalaba y se transformaba en el lente con que mirábamos el futuro.
Estados de ánimo en las organizaciones
En las organizaciones pasaba lo mismo. Éramos personas que sentíamos, interpretábamos, nos contábamos historias y cultivábamos juicios colectivos que se contagiaban, se instalaban y terminaban formando parte de la cultura, aunque no siempre fuéramos conscientes de ello.
Así como había organizaciones que vivían desde la resignación o el resentimiento, había otras donde predominaban estados de ánimo como la resiliencia o la ambición.
Más que estados de ánimo “buenos o malos”, podíamos afirmar que había algunos que abrían posibilidades y otros que las cerraban.
Por lo tanto, cultivar estados de ánimo que abrieran posibilidades no era una frivolidad ni una misión exclusivamente de RRHH. Era una tarea estratégica para el futuro de las organizaciones.
Cómo iniciar ese trabajo
El primer paso era observar: ¿qué estado de ánimo habitábamos? ¿qué conversaciones repetíamos? ¿qué cosas cuidábamos y cuáles habíamos dejado de cuidar?
Desde ahí, podíamos abrir una reflexión en torno a los estados de ánimo que queríamos cultivar y qué necesitábamos hacer —individual y colectivamente— para lograrlo.
Así como la elección de quién ocuparía la Presidencia de Chile era colectiva, también lo era decidir qué estado de ánimo queríamos cultivar en las organizaciones para forjar un futuro próspero.