Durante buena parte del siglo XX, la publicidad se construyó sobre una premisa que entendía el placer como una transgresión: no era un componente esencial del día a día, sino una pequeña licencia para conciliar las exigencias del deber.
En esa ecuación, la culpa operaba como amplificador de recompensa.
Más tarde, el goce adoptó un significado estrechamente vinculado a la propiedad, siendo la carencia el motor del deseo.
Sin embargo, ambas miradas quedaron atrás, ya que el hedonismo busca cobijo cotidiano, no euforia.
Según The Future of Wellness de McKinsey, el mercado global del bienestar se acercó a los 2 billones de dólares en 2024.
Y la más reciente Radiografía del Deporte de la Usach reveló que el 92% de quienes hacen actividad física lo hacen para cuidar su salud mental.
Esta tendencia no surge por referentes aspiracionales del wellness; eso es un síntoma, no la causa. Tal como mencionamos en Backslash, nuestro informe de tendencias, el impulso proviene de la necesidad de sostén emocional frente a la saturación digital, la crisis de salud mental, la ansiedad climática y la polarización política.
En tiempos de incertidumbre, las personas dejan de proyectar un futuro idealizado y se concentran en sobrevivir el ahora. Esto obliga a replantear el rol de la carencia en las narrativas de marca.
Durante décadas, el marketing explotó la “falta de algo” para incentivar la compra. Hoy esa táctica implosiona frente al déficit anímico de la sociedad.
El error aparece cuando la industria creativa sobredramatiza el malestar, prometiendo soluciones instantáneas. Las personas no necesitan que les digan que podrían estar mejor: buscan una tregua.
Un ejemplo es la campaña reciente de Ambrosoli, centrada en gestos simples que alivian el día.
El mítico oso recorre las calles y recibe muestras espontáneas de cariño. El mensaje es claro: el disfrute está en los actos cotidianos que dan un respiro emocional.
Al final, el goce de lo pequeño no es un lujo, sino una forma de supervivencia afectiva.
