El reciente anuncio sobre el uso de sistemas de reconocimiento facial para pagar pasajes en el transporte público RED, junto a los programas pilotos de accesos a estadios y eventos deportivos, marcaba un hito en la integración de tecnologías biométricas que facilitaran la vida de las personas.
Ya era una realidad subirse a un bus sin necesidad de sacar una tarjeta o escanear un código QR.
Entrar a un recinto deportivo resultaba, sin duda, atractivo: mayor seguridad, menos fricciones, accesos más fluidos y, en teoría, una mejor experiencia para las personas.
Sin embargo, este avance solo sería un verdadero progreso si se implementaba de forma responsable, garantizando la protección de los derechos fundamentales, especialmente en lo que respecta a los datos personales.
La Ley N° 21.719, recientemente promulgada, regulaba con mayor detalle el tratamiento de datos personales y establecía principios clave que iban más allá del ámbito administrativo, pues constituían garantías para la ciudadanía: legalidad, finalidad, proporcionalidad, calidad, seguridad, confidencialidad y derecho al consentimiento informado.
Estas obligaciones eran relevantes cuando se hablaba de datos biométricos como el rostro, que hoy se usaba para desbloquear el teléfono o como clave bancaria, ya que se trataba de información irremplazable, permanente y de alto valor tanto para fines comerciales como delictivos.
Así mismo, el consentimiento informado y revocable en todo momento debía ser el pilar. Es decir, la finalidad y el tratamiento de los datos debía estar claramente delimitada y el uso de los datos debía ser seguro, limitado y transparente.
¿Qué significaba esto en la realidad? Que cada usuario debía saber con exactitud para qué se usaría su rostro, quién tendría acceso a esos datos, cuánto tiempo serían almacenados, cómo podían ser eliminados y cómo evitar que se usaran para fines distintos al pago.
Además, los operadores tecnológicos debían implementar rigurosos protocolos de ciberseguridad, cifrado en tránsito y en reposo, monitoreo continuo y salvaguardas éticas que evitaran posibles discriminaciones por edad, género o etnia.
La banca ya había dado algunos pasos en esta dirección. Varias aplicaciones de bancos nacionales tenían un sistema de reconocimiento facial incluido para abrir la sesión del usuario o procesar pagos.
Ahora bien, el uso de estas tecnologías en el transporte público podía ser un gran paso adelante si se implementaba correctamente. Podríamos acercarnos a una ciudad más conectada, eficiente y moderna.
No obstante, también existía el riesgo de que se convirtiera en una puerta de entrada al monitoreo excesivo, la vigilancia injustificada o el mal uso de información sensible si no se tomaban todos los resguardos necesarios.
De hecho, ya se había planteado la posibilidad de usar el reconocimiento facial para identificar personas con órdenes de detención vigentes.
¿Qué pasaría si esta tecnología se extrapolaba a otros espacios sin consentimiento claro de los usuarios? ¿Estábamos preparados para ese debate?
Estas eran preguntas cruciales a la hora de considerar el uso de esta tecnología en espacios públicos.
El caso del transporte público podía ser un laboratorio de prueba de cómo Chile avanzaba hacia una economía digital que respetara los derechos fundamentales.
Si se hacía bien, podríamos ver pronto estas soluciones extendiéndose hacia otros sectores: pagos en supermercados, accesos a edificios corporativos, sistemas de salud digitalizados o incluso mecanismos de votación electrónica.
Pero el éxito dependería de una condición sine qua non: que la tecnología no se usara contra las personas, sino en favor de ellas.