Se escucha en conferencias, se lee en planes estratégicos y aparece constantemente en campañas publicitarias.
Sin embargo, al observar con mayor detenimiento, surge la pregunta: ¿realmente estamos innovando o es simplemente un término atractivo que se ha convertido en el slogan de los tiempos modernos?
Chile ha logrado avances notables en ciertos sectores, especialmente en tecnología, minería y emprendimiento.
Casos como startups que nacen con impacto regional o el auge de soluciones digitales en áreas como la banca y la educación muestran que existe un ecosistema con potencial.
Las iniciativas público-privadas, como Corfo y Start-Up Chile, han sido clave para posicionar al país como un actor relevante en la región.
No obstante, estas historias de éxito, aunque destacables, no representan la norma y evidencian desafíos estructurales que impiden que la innovación sea un motor central del desarrollo.
Uno de los principales obstáculos es la falta de inversión sostenida en investigación y desarrollo (I+D). Aunque se habla mucho de la necesidad de fomentar la innovación, Chile destina menos del 1% de su PIB a este ámbito, muy por debajo de los países de la OCDE.
Sin recursos significativos, las ideas innovadoras carecen del impulso necesario para materializarse. Esto genera un ecosistema fragmentado, donde las grandes ideas muchas veces no logran pasar de la etapa de prototipo.
Otro punto crítico es la mentalidad de aversión al riesgo que aún predomina en muchas empresas y sectores. Innovar implica experimentar y aceptar el fracaso como parte del proceso.
Sin embargo, en Chile, el fracaso sigue siendo estigmatizado, lo que desincentiva a emprendedores y organizaciones a apostar por iniciativas disruptivas.
Muchas empresas prefieren mantenerse en su zona de confort, enfocándose en mejoras incrementales antes que en transformaciones profundas.